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Reflexiones

El gigante egoísta
18/05/2009   Lecturas: 68.425

El gigante egoísta Oscar Wilde (Irlanda, 1854 - Francia, 1900)

Todas las tardes al volver del colegio tenían los niños la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante.

Era un gran jardín solitario, con un suave y verde césped. Brillaban aquí y allí lindas flores sobre el suelo, y había doce melocotoneros que en primavera se cubrían con una delicada floración blanquirrosada y que, en otoño, daban hermosos frutos.

Los pájaros, posados sobre las ramas, cantaban tan deliciosamente, que los niños interrumpían habitualmente sus juegos para escucharlos.

- ¡Qué dichosos somos aquí! - se decían unos a otros.

Un día volvió el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles, residiendo siete años en su casa. Al cabo de los siete años dijo todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió regresar a su castillo. Al llegar, vio a los niños que jugaban en su jardín.

- ¿Qué hacéis ahí? - les gritó con voz agria.

Y los niños huyeron.

- Mi jardín es para mí solo - prosiguió el gigante- . Todos deben entenderlo así, y no permitiré que nadie que no sea yo se solace en él.

Entonces lo cercó con un alto muro y puso el siguiente cartelón:

QUEDA PROHIBIDA LA ENTRADA BAJO LAS PENAS LEGALES CORRESPONDIENTES

Era un gigante egoísta. Los pobres niños no tenían ya sitio de recreo. Intentaron jugar en la carretera; pero la carretera estaba muy polvorienta, toda llena de agudas piedras, y no les gustaba. Tomaron la costumbre de pasearse, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

Entonces llegó la primavera y en todo el país hubo pájaros y florecillas. Sólo en el jardín del gigante egoísta continuaba siendo invierno. Los pájaros, desde que no había niños, no tenían interés en cantar y los árboles olvidábanse de florecer. En cierta ocasión una bonita flor levantó su cabeza sobre el césped; pero al ver el cartelón se entristeció tanto pensando en los niños, que se dejó caer a tierra, volviéndose a dormir.

Los únicos que se alegraron fueron el hielo y la nieve.

- La primavera se ha olvidado de este jardín - exclamaban- Gracias a esto vamos a vivir en él todo el año.

La nieve extendió su gran manto blanco sobre el césped y el hielo revistió de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a que viniese a pasar una temporada con ellos. El viento del Norte aceptó y vino. Estaba envuelto en pieles. Bramaba durante todo el día por el jardín, derribando a cada momento chimeneas.

- Éste es un sitio delicioso - decía- Invitemos también al granizo.

Y llegó asimismo el granizo.

Todos los días, durante tres horas, tocaba el tambor sobre la techumbre del castillo, hasta que rompió muchas pizarras. Entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín, lo más de prisa que pudo. Iba vestido de gris y su aliento era de hielo.

- No comprendo por qué la primavera tarda tanto en llegar - decía el gigante egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín blanco y frío- . ¡Ojalá cambie el tiempo!

Pero la primavera no llegaba ni el verano tampoco. El otoño trajo frutos de oro a todos los jardines, pero no dio ninguno al del gigante.

- Es demasiado egoísta -dijo.

Y era siempre invierno en casa del gigante, y el viento del Norte, el granizo, el hielo y la nieve danzaban en medio de los árboles.

Una mañana el gigante, acostado en su lecho, pero despierto ya, oyó una música deliciosa. Sonó tan dulcemente en sus oídos, que hizo imaginarse que los músicos del rey pasaban por allí. En realidad, era un pardillo que cantaba ante su ventana; pero como no había oído a un pájaro en su jardín hacía mucho tiempo, le pareció la música más bella del mundo.

Entonces el granizo dejó de bailar sobre su cabeza y el viento del Norte de rugir. Un perfume delicioso llegó hasta él por la ventana abierta.

- Creo que ha llegado al fin la primavera - dijo el gigante.

Y saltando del lecho se asomó a la ventana y miró. ¿Qué fue lo que vió? Pues vio un espectáculo extraordinario. Por una brecha abierto en el muro, los niños habíanse deslizado en el jardín encaramándose a las ramas. Sobre todos los árboles que alcanzaba él a ver había un niño, y los árboles sentíanse tan dichosos de sostener nuevamente a los niños, que se habían cubierto de flores y agitaban graciosamente sus brazos sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban de unos para otros cantando con delicia, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped.

Era un bonito cuadro. Sólo en un rincón, en el rincón más apartado del jardín, seguía siendo invierno. Allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, que no había podido llegar a las ramas del árbol y se paseaba a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol estaba aún cubierto de hielo y de nieve, y el viento del Norte soplaba y rugía por encima de él.

- Sube ya, muchacho - decía el árbol.

Y le alargaba sus ramas, inclinándose todo lo que podía, pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al mirar hacia afuera.

¡Qué egoísta he sido! -pensó-. Ya sé por qué la primavera no ha querido venir aquí. Voy a colocar a ese pobre pequeñuelo sobre la cima del árbol, luego tiraré el muro, y mi jardín será ya siempre el sitio de recreo de los niños.

Estaba verdaderamente arrepentido de lo que había hecho. Entonces bajó las escaleras, abrió nuevamente la puerta y entró en el jardín. Pero cuando los niños le vieron, se quedaron tan aterrorizados que huyeron y el jardín se quedó otra vez invernal.

Únicamente el niño pequeñito no había huído porque sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no le vio venir. Y el gigante se deslizó hasta él, le cogió cariñosamente con sus manos y lo depositó sobre el árbol.

Y el árbol inmediatamente floreció, los pájaros vinieron a posarse y a cantar sobre él y el niñito extendió sus brazos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó. Y los otros niños, viendo que ya no era malo el gigante, se acercaron y la primavera los acompañó.

- Desde ahora éste es vuestro jardín, pequeñuelos - dijo el gigante.

Y cogiendo un martillo muy grande, echó abajo el muro. Y cuando los campesinos fueron a mediodía al mercado, vieron al gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que pueda imaginarse. Estuvieron jugando durante todo el día, y por la noche fueron a decir adiós al gigante.

- Pero ¿dónde está vuestro compañerito? - les preguntó- . ¿Aquel muchacho que subí al árbol?

A él era a quien quería más el gigante, porque le había abrazado y besado.

- No sabemos -respondieron los niños- se ha ido.

- Decidle que venga mañana sin falta -repuso el gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y hasta entonces no le habían visto nunca. Y el gigante se quedó muy triste. Todas las tardes a la salida del colegio venían los niños a jugar con el gigante, pero éste ya no volvió a ver el pequeñuelo a quien quería tanto. Era muy bondadoso con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y hablaba de él con frecuencia.

- ¡Cómo me gustaría verle! -solía decir.

Pasaron los años y el gigante envejeció y fue debilitándose. Ya no podía tomar parte en los juegos; permanecía sentado en un gran sillón viendo jugar a los niños.

- Tengo muchas flores bellas -decía- pero los niños son las flores más bellas.

Una mañana de invierno, mientras se vestía, miró por la ventana. Ya no detestaba el invierno; sabia que no es sino el sueño de la primavera y el reposo de las flores.

De pronto se frotó los ojos, atónito, y miró con atención. Realmente era una visión maravillosa. En un extremo del jardín había un árbol casi cubierto de flores blancas. Sus ramas eran todas de oro y colgaban de ellas frutos de plata; bajo el árbol aquél estaba el pequeñuelo a quien quería tanto.

El gigante se precipitó por las escaleras lleno de alegría y entró en el jardín. Corrió por el césped y se acercó al niño. Y cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:

- ¿Quién se ha atrevido a herirte?

En las palmas de la mano del niño y en sus piececitos veíanse las señales sangrientas de dos clavos.

- ¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el gigante- dímelo. Iré a coger mi espada y le mataré.

- No -respondió el niño- éstas son las heridas del Amor.

- ¿Y quién es ése? -dijo el gigante.

Un temor respetuoso le invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeñuelo. Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

- Me dejaste jugar una vez en tu jardín. Hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas.


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